Perdonar lo imperdonable I

 

 

 

 

Porque no podemos huir de la memoria, necesitamos perdonar. Ella, la memoria, nos une afectivamente al mundo, a los semejantes, a los seres amados y a los odiados. Su misterio abre pasadizos en el tiempo, va y viene entre los días vividos, los recupera y presenta en el momento actual. Abriga el fondo sobre el cual es posible la civilización y, por ende, la historia, pero también oculta la amenaza de perpetuar la barbarie.

La memoria es don sagrado, dice Borges en Funes el memorioso, del cual el hombre tiene derecho limitado, aunque suficiente para tomar consciencia del tiempo, es decir de la vida y con ello quiero decir, como Heidegger, de la muerte. Ella, la memoria, posee la gracia del volver perenne, camina constante hacia al oriente, a casa. Sus pasos van siempre al encuentro, río arriba por caminos de regreso.

Cual Prometeo, roba el fuego que arde ayer para alumbrarnos hoy y aclarar lo que se pone ante los ojos. Su virtud permite el conocimiento, la identidad y en correspondencia la identificación: distinción. No hay filosofía ni ciencia si la memoria falta. Es la llama que arde y alumbra la habitación del pensamiento.

Vaga por callejones, plazas y habitaciones; recoge lo que queda del miedo, de las pasiones, de las miradas, del aliento y desaliento, de la oscuridad y esperanza, del placer y del dolor. Recoge lo que supera al instante, lo que se le escapa al ahora, lo que no muere con la vida. Va, lo toma y lo trae de nuevo hasta este lugar, al repetido aquí donde ella misma se repite. Así, la memoria enlaza lo que parece ausente con lo que se dice presente. Memoria: un bien necesario y un mal inevitable.

Pero el tema no es la memoria, sino el perdón. No obstante, el primero es requerido por la persistencia de la segunda. Hablar de perdón nos obliga a hablar de historia, dado que la naturaleza del perdón está inscrita en una forma de mirar, sentir y vivir lo que la memoria guarda del pasado y su trascendencia en el presente.

El perdón se da sobre hechos, es decir sobre lo acaecido que una vez dado ya no puede dejar de ser, aun cuando el olvido lo oculte o haga perdedizo. Para comprender mejor esto, es menester distinguir entre historia y pasado; la historia es el relato que se tiene del pasado, conservado en la memoria, ya sea de papel o de cualquier otro tipo; mientras que el pasado

es la herencia de los actos dados en un presente anterior, se tenga o no memoria de ellos. La historia se sustenta en la memoria y el pasado en los hechos, la primera se mantiene en el relato y el segundo en la trascendencia fáctica, es decir, en las afectaciones que alcanzan lo cotidiano.

Es conveniente aclarar que el pasado en sí, aludiendo a Kant, aunque incompresible e inaccesible afecta las formas de entender, de relacionarnos y de tomar el presente. Pues todo acto impacta y afecta el porvenir, es decir el presente próximo. Todo acto trasciende y se prolonga en distinta forma y medida. Es de ahí de donde nacen los rencores, las ansias de venganza; las inclinaciones al bien y al mal, y por ello la necesidad de perdonar.

Ahora bien, tras esto, cabe preguntar: ¿perdonar qué?; ¿al pasado o a la memoria?, ¿a los hechos o a la historia? A ninguno de los dos, “ni perdón ni olvido” para la historia ni para los hechos.

Pareciera entonces que hablar del perdón no tiene sentido, como tampoco lo tendría este texto. ¡Que siga sin romperse el ciclo de violencia! ¡Coronemos rey al talión! Apresten ojos y dientes, pues muy seguro nadie se salve. Sin perdón inefablemente este es el destino. ¿Así debe ser? No, veamos…

Hasta el momento sólo hemos hablado de hechos y de la memoria que se tiene sobre ellos, así como de sus secuelas. Sin embargo, lo hemos realizado de tal forma que parece que en ellos no está implicado el sujeto que actúa o, en su defecto, como si el actor quedara reducido a su actuar. Es de otro modo.

Hombre y acto se superan mutuamente, cada uno es más que el otro, aunque se dan unidos en el presente, después de la efectividad donde concurren toman o pueden tomar “independencia”, distinguirse entre sí. Actos y hombre van abriendo el presente, y la memoria camina tras de ellos, a veces confundida por lo borroso de las huellas.

Como se ve ya no sólo son dos entes los implicados, ahora tenemos tres: hombre, acto (hecho) y memoria. Esta distinción abre la alternativa a perdonar lo imperdonable, propuesto por el filósofo de origen argelino Jacques Derrida, quien dice que perdonar significa perdonar lo que no es posible perdonar, aunque no propiamente resuelve dicha aporía, la cual vemos aclararse a través de la vía distintiva entre pasado, historia y ser humano; propuesta ayudada

sustancialmente por los aportes del también filósofo francés Paul Ricoeur, particularmente en el trabajo que tituló La memoria, la historia, el olvido.

J. Derrida no nos dice que es lo perdonable de lo imperdonable, éste es nuestro esfuerzo: superar la paradoja, y la vía para resolverla es acudiendo a la conclusión de que el pasado y la historia son imperdonables, mas no así el tercer ente que es el sujeto que actúa, hace y vive la historia: el hombre.

El sujeto que actúa es el que precisa y sobre el que recae el perdón. Perdonemos al ser humano sin dejar de condenar los actos y sin borrarlos de la memoria, para cuidarnos de ellos.

En la próxima entrega, además de abundar sobre los acercamientos teóricos sobre el perdón, trataremos de situarlo en el plano de lo fáctico y, también, reflexionaremos en torno a la distinción entre perdonar y juzgar, ya que no siempre se les da el trato correcto.

Facebook: Pablo Rodríguez Altamirano

Twitter: @PABL0ALTAMIRAN0

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