Pobreza y riqueza, dos modos de injusticia

 

Fea es la pobreza y fea-fea-fea la riqueza. Tan injusta la una como la otra. Siendo así, debido a que la civilización moderna se ha tejido con estas dos puntas, viene a razón lo que el cantor y poeta español Luís Eduardo Aute dice: “qué feo, feo, feo mundo/qué feo, feo, feo inmundo/ qué feo, feo, feo contramundo”.
Pobre es feo porque falta: rico es feo, feo, feo porque sobra. Aristóteles se refiere a estos fenómenos como vicios, pues para él los vicios se dan por exceso o por defecto, es decir porque hay mucho o porque hay poco. Así mismo, el estagirita de la Grecia Clásica señala que la justicia surge al anularse la inclinación por los extremos, a lo cual llamó media, es decir equilibrio, punto donde no existe ni riqueza ni pobreza.
Sin embargo, la sociedad de nuestro tiempo está anclada en el deseo de los pobres por ser ricos, en contraste con el de los ricos que hacen de todo para preservar su riqueza manteniendo pobres a los pobres. Es decir, habitamos una sociedad sumida en los vicios, que aspira a mayores vicios condenando al resto a los vicios.
Es tal el caso que los promotores de esta civilización fallida dividen al planeta en países ricos y países pobres, miden los niveles de “calidad de vida” a partir de la riqueza, estimación misma que usan para referirse al crecimiento o rezago de un país. De este modo, plasman la idea de que a mayor riqueza mayor felicidad y cuanta más pobreza más sufrimiento.
En efecto, sufrimiento y felicidad tienen mucho que ver con riqueza y pobreza. Deshacernos de estas dos últimas puede conducir a dejar de padecer las primeras.
Riqueza y pobreza son dos sofismas utilizados a conveniencia para construir una sociedad de ventajas, sostenida sobre ficciones apartadas de lo que la realidad precisa para mantener su fuerza creativa, generadora de equilibrios y armonía. La vida no necesita defectos o excesos, por el contrario, los elimina para no ser eliminada; la fealdad no le es propia.
Así entonces, pobreza y riqueza son dos caras de la injusticia, promotoras de imperfección. Por lo tanto, olvidemos aquello que no ayuda, que produce angustia, sufrimiento y, además, nos afea. ¿Acaso alguien de ustedes (nosotros) a raíz del incremento de la riqueza-pobreza, ha visto incremento real y no meramente ficticio del bien, es decir, de la belleza?
La persona, al asumirse en condición de pobre, se concibe en falta: inferior ante el semejante limitado por la riqueza. Análogamente inverso le ocurre al rico. El pobre cree ser desdichado e imagina que el rico no lo es. Sueña el pobre con riquezas que alivien sus congojas. Mientras tanto, al rico, en sus peores pesadillas lo acosa la pobreza. Ninguno de los dos sabe de armonía.
Mucho tiene que decir la apropiación de estos conceptos en cuanto al surgimiento de la desigualdad entre los semejantes, la separación, el odio y la decadencia en general. Pobreza y riqueza aluden única y exclusivamente al aspecto óntico, es decir material y aparente. No se ocupan del alma y mucho menos del espíritu, permanecen ensimismadas en la imagen y el cálculo; acumulando, arrebatando. Apartadas del ser, reducidas al tener.
Riqueza y pobreza a nada aluden que nos pertenezca como seres humanos ni como totalidad ambiental, son una ficción centrada en lo que no le es propio “al poseedor” ni a cualquier otro. Son desperfectos derivados de la presunción, la avaricia, el deseo y el dominio. Ni la una ni la otra están a tono con la verdad, desembocan en la oscuridad.
En sentido estricto no existe riqueza ni pobreza, sólo bienes o falta de ellos. Pero no bienes en el entendido degenerado común; malamente definidos como conjunto de propiedades o riquezas tangibles o intangibles pertenecientes a una persona o grupo para satisfacción directa o indirecta de sus deseos o intereses. No, pues es esa sólo una tergiversación del bien, acomodada a la distorsionada y ventajosa idea de riqueza y pobreza.
El bien nos decía Platón es lo bello, lo bueno. No lo que vale, no lo estimable sino lo bueno. El bien carece de precio: apreciado debe ser, nunca valorado. Porque al bien no se le puede ni debe comprar ni vender, no es ni puede ser un vulgar producto de marcado. Nada tiene que ver con el dinero, ese sujeto vacío que es nada y puede ser llenado con lo que sea; siempre que “lo que sea”; sea un objeto mercantil.
La corrupción, por naturaleza degenerativa, de la riqueza y pobreza consiste en anunciar la belleza (lo bueno) en vitrinas y catálogos de ventas. Así pues, lo bueno se traduce en bienes, los bienes en productos, los productos en dinero –es decir nada–, el dinero en riqueza o pobreza, la riqueza o pobreza en injusticia, la injusticia en fealdad y esta última en aniquilamiento.
Se vende la tierra, el agua, la vida, el “amor”, la “amistad”, la compañía, la salud, la alimentación, las ideas, la voluntad, la dignidad, etc. Todo tiene un precio, dicen. Y es por aceptar ese decir que cada vez más todo va teniendo precio, va siendo objeto de ambición y posesión, lo cual constituye una dinámica de uso y desuso, de obtener y desechar, de poseedor y poseído.
Riqueza y pobreza nos apartaron de lo bello, enfermaron ansias, deseos y la posibilidad de vivir en armonía con el presente en su totalidad, sumiéndonos en los miedos que genera la incertidumbre del futuro, el horror del pasado y la contingencia de la actualidad. Nos hicieron sujetos débiles y por ende violentos: destemplados.
Para recuperar la belleza, es decir todo lo que hace bien, debemos volver al aprecio, lejos de los valores, cerca de la virtud y los principios, con ideas claras y acciones estructuradas.

 

Relacionados

Pin It on Pinterest