David Chamorro Zarco
Cronista Municipal
Hace casi un siglo —97 años para ser exacto— a la hora de la comida, el General Álvaro Obregón, acompañado de algunos otros personajes, entró en un restaurante llamado «La Bombilla» para degustar los alimentos. En el fondo un grupo musical tocada un son muy famoso por entonces —«El limoncito»—, y todo parecía transcurrir con normalidad. De pronto, un joven de ademanes tímidos se acercó a la mesa en donde estaba el General y con palabras entrecortadas y mostrando un cuaderno de dibujo y un lápiz, pidió permiso a Obregón para hacerse un retrato sin tener que molestarlo más. El caudillo revolucionario, sonorense de nacimiento, sonrió complacido y haciendo un ademán aprobatorio con la mano izquierda —la única que tenía—, concedió al artista su venia, mientras volvía a poner atención en sus compañeros de mesa Que, con mucha alegría departían en la reunión. Hacía poco tiempo, Don Álvaro Obregón, aprovechando de sus movimientos e influencias políticas, había logrado que el mismo Congreso de la Unión, a poco más de una década de promulgada la Carta Magna, modificara la Constitución para permitir la reelección no inmediata del Presidente de la República, dando así la espalda a uno de los postulados máximos del movimiento revolucionario que rezaba «Sufragio Efectivo. No relección», y con esta novedad el político norteño se había presentado nuevamente a competir en las elecciones de 1928, por lo que ya se preparaba para su segundo período de gobierno que se extendería hasta finales del año 1932. El país era todavía una maraña de violencia, agravada por el estallido de la llamada «Guerra Cristera» que, aunque estaba concentrada en entidades del centro del país, no dejaba de causar muchos resquemores. El dibujante —José de León Toral, como se supo poco después que era so nombre— sólo hizo unos cuantos trazos en el cuaderno y en un momento en que todos estaban concentrados en su conversación, extrajo una pistola y con toda determinación disparó sobre el Presidente electo que prácticamente al instante cayó muerto.
Naturalmente todas las miradas se volvieron de inmediato a Palacio Nacional. Todo mundo, y muy en especial los seguidores de Obregón, vieron en el Presidente Plutarco Elías Calles al autor intelectual del terrible asesinato, aunque, desde luego, el también sonorense se apresuró a desmarcarse del lamentable acontecimiento y a lanzar señales políticas muy claras de que él nada había tenido que ver con lo que pasó en «La Bombilla». En primer lugar, Calles dijo categóricamente que él no extendería más su mandato que llegaba a su fin el último día de noviembre de ese año de 1928 y que su prioridad era mantener en orden el país. Durante el mes de agosto, el Presidente de México se dedicó a una intensa actividad política que le permitió conjurar otro levantamiento armado de parte de los aliados del extinto Álvaro Obregón. En el mensaje pronunciado en su último informe de gobierno, hecho el primero de septiembre, dejó muy en claro que la meta de la Revolución era ya dejar atrás el país de los caudillos para pasar a la nación de las instituciones y que se propondrían reglas muy claras y muy incluyentes para que todos aquellos que veían en el movimiento revolucionario un modelo de desarrollo, pudieran participar con certeza e igualdad, sin necesidad de ejercer mayor violencia. Todo mundo sabe que de 1928 a 1934, el poder en México siguió siendo ejercido por el ex Presidente Plutarco Elías Calles quien, apenas unos tres meses después de haber dejado la primera magistratura de la nación, tejió una complicada red de alianzas para generar el nacimiento de un solo partido político de Estado que tuvo por primer nombre el Partido Nacional Revolucionario y cuya práctica y cultura política, en cierta medida, aún riesgo de recibir las críticas por el comentario, siguen vigentes.
En realidad, la idea del partido único y de la imposición de reglas para el cambio de las élites gobernantes fue fraguada por el propio Álvaro Obregón, pero diversas circunstancias y luego el advenimiento de su muerte, le impidieron llevar a cabo este proceso. A pesar de lo que se diga, la traza de una vía institucionalizada para acceder al poder permitió que México no se desangrara en medio de las luchas locales que por dondequiera se levantaban. Tenemos la idea de que la Revolución Mexicana duró del 20 de noviembre de 1910 y culminó con la promulgación de la Constitución el 5 de febrero de 1917, pero no fue así. Si nos ponemos muy estrictos, podemos encontrar extensiones de la Revolución armada hasta ya iniciada la década de 1940. El riesgo que vieron Obregón y Calles en su momento fue que México repitiera la muy dolorosa historia vivida a lo largo del siglo XIX, justo hasta antes de la llegada de Porfirio Díaz Mori a la Presidencia del país, o sea, enfrentamientos sin término entre diversos bandos de mexicanos que necesariamente terminarían fraccionado a la nación.
En el mero fondo de la cuestión, acaso la idea haya surgido del propio Madero quien buscaba ante todo una revolución política, o sea, garantizar a las nuevas generaciones el acceso pacífico y ordenado al poder, luego de que el octogenario oaxaqueño se había adueñado de la Presidencia durante poco más de tres décadas, dejando a varias generaciones sin la oportunidad real de ejercer el mando. Naturalmente, sólo para dejar a salvo el apunte, del otro lado estaban los que blandían la revolución social con la reivindicación de los derechos de los trabajadores, obreros y campesinos, como los Flores Magón y demás integrantes del Partido Liberal Mexicano y acaso poco más lejos Villa y Zapata, y en nuestro Tlaxcala los hermanos Arenas, muy en especial, Domingo.
Cuando Don Venustiano Carranza se levantó en contra de Victoriano Huerta, luego del terrible asesinato de Madero y Pino Suárez, Álvaro Obregón dejó para mejor momento su labor de agricultor en Sonora y junto con otros compañeros de armas se unieron al «Varón de Cuatro Ciénegas» para deponer al usurpador. Obregón se mantuvo fiel a Carranza, luego del rompimiento de villistas y zapatistas con la Convención de Aguascalientes y fue comisionado para perseguir y combatir a Francisco Villa a quien finalmente venció en los campos de Celaya en donde una granada le voló todo el brazo derecho y, en sus propias palabras, encontró tirada una pistola con la que quiso suicidarse, pero con la suerte de que el arma estaba descargada. Siendo el Ministro de Guerra y Marina de Carranza, Obregón vio abierto, liso y anchuroso, el camino para llegar a ser Presidente del país y por eso se levantó en armas contra Carranza, a través del Plan de Agua Prieta que fraguaron los integrantes del Grupo Sonora, pues el Primer Jefe se había empeñado en dejar como su sucesor a una persona diferente y de origen moderado. Ya sabemos que Carranza encontró la muerte en mayo de 1919 y, entretanto se llamaba a elecciones, la Presidencia de México recayó en Adolfo de la Huerta, otro de los miembros del mismo Grupo Sonora.
Álvaro Obregón fue electo Presidente del país y ejerció el cargo entre 1920 y 1924, teniendo avances muy importantes, entre los que se le reconoce el impulso al sistema educativo nacional con la presencia de José Vasconcelos Calderón al frente de la naciente Secretaría de Educación Pública, el impuso al arte y la cultura y su intento por procurar la pacificación del país. Le sucedió Plutarco Elías Calles, otro de los sonorenses y la idea original era que luego vendría el turno de gobernar, de manera constitucional y no interina de Adolfo de la Huerta, pero a Obregón se le ocurrió que un nuevo período en la Presidencia de México no le sentaría mal, pero el destino lo sentó hace 97 años a comer en «La Bombilla» y el desenlace ya lo sabemos.
En la historia no hay héroes ni villanos, no hay buenos y malos. Todo mundo actúa según la naturaleza humana, movido por sus impulsos, por su sistema de valores y creencias, por sus miedos y temores. La historia no puede explicarse con una visión simplista, cortoplacista o convenenciera ni justificativa. Todos somos hijos de nuestro tiempo y actuamos de acuerdo a diversidad de estímulos, oportunidades y amenazas.
Para no dejar un sabor de boca amargo, a propósito de la comida en el restaurante «La Bombilla», les pido que permitan un chiste de humor negro: ¿Quién ha sido el Presidente de México que menos ha robado? Pedro Lascuráin, me han respondido muchos, en atención a que sólo fue autoridad durante 45 minutos. ¡Mentira! Fue Álvaro Obregón. ¿Por qué? Simple, porque sólo tenía una mano.
¡Caminemos Juntos!