Amor, fuerza que congrega lo bello

  • Por Pablo Eliseo R. Altamirano

El amor no es un sentimiento, ni una emoción, ni un deseo; tampoco una pasión o preferencia, ni siquiera virtud o modo de actuar; el amor es una fuerza que une y reúne lo distinto. Hace de la simplicidad matiz, del elemento ingrediente, del opuesto complemento, del adversario suma. Amar es entregarse al mandato del amor. El sujeto no da amor, se da al amor y en ese acto: ama.

Ama quien ama a su enemigo. Quien sólo ama a los que quiere, no ama: odia. El que ama trasciende inclinaciones sentimentales, se trasciende a sí mismo, porque el amor no es amor por algo ni hacia algo. El amor sólo es amor y uno se deja llevar por él o no. Creer que el amor surge desde el interior de la persona y se dirige a particulares específicos; es alejarse de él, caer en la ambigüedad conceptual, entramparse entre yerros afectivos y prácticos, tergiversar el sentido y con ello –claro–, apartarse del destino. Quien no se mueve conforme al destino, se pierde.

Sin embargo, a pesar de que el amor es la fuerza que más obliga, poco se ha dicho de él mismo. Aunque, paradójicamente, la literatura que lo refiere es muy vasta. No obstante la vastedad ni el trato excelso y sofisticado que provoca, casi en su totalidad lo dicho atiende casos derivados de él y no a él. Es común sublimar y transferir la dignidad del amor a sus impactos y afectaciones. En cambio, su gen, su expresión más primigenia, ha sido poco observada, casi olvidada.

Intento ahora –con humildad– dar cuenta de la esencia del amor. Sabido es que este ejercicio ya lo hizo Platón en aquel texto superior llamado: El banquete. Ahí el alumno de Sócrates, en voz de Fedro, dice que el amor es el primer dios concebido, capaz de promover las más nobles acciones del ser humano.

Marsilio Ficino, al respecto, comenta que el amor es el más antiquísimo, anterior al cosmos, anterior a todas las formas, divino rayo colocado para resplandecer en el caos, iluminarlo y configurarlo en mundo. Es la llama primera que se vuelve a Dios, ímpetu de aproximación a la belleza, siendo ésta lo bueno y temperado, cuyo reflejo manifiesta destellos divinos de eternidad.

No opina igual el filósofo argentino-mexicano Enrique Dussel, él arguye que el amor puede expresar lo mejor y lo peor, similar a como lo hace Pausanias, el monologuista que sucede a Fedro en el dialogo citado, quien dice que el amor es bueno cuando tiene por base la virtud y malo cuando no tiene en cuenta las normas que moderan la pasión. Si embargo, ambos casos, tanto para Pausanias como para Dussel, son muestras de amor, aún cuando uno es causa de deformidad y el otro de belleza. Así el amor resulta contradictorio.

Volviendo a Ficino, filósofo y clérigo italiano del siglo XV, él señala que el amor fue puesto para trascender el caos, que posee cualidad engendradora y poder para transitar del mal al bien, de la deformidad a la belleza, de la corrupción a la renovación, del declinar al desarrollo.

Siendo así, no cabe la declaración del pensador argentino-mexicano, en su decir que el amor es una palabra obscura, con carácter aporético; pues la esencia del amor es la claridad que conduce al bien. El amor por necesidad, fluye hacia la fuente donde brota lo mejor, donde germinan las formas. Es la fuerza que reúne lo que se ha fragmentado o sucumbido, para darle nuevo brillo y hacerlo florecer otra vez con nuevas tonalidades.

Imaginar ambigüedad o contradicciones insalvables en el amor, es indicativo de debilidad cognitiva, lo cual no tendría relevancia de no ser porque causa distanciamiento del amor mismo y ello se trastoca en invocación al caos, en voltear la espalda a la luminosidad y dejarse caer en el abismo de la degradación, de la penuria donde ya nada crece y las partes se disuelven en partículas.

No debe tolerarse espetar confusión en la idea que abriga al amor. Téngase presente que los conceptos, por naturaleza son claror, en ello se destinan. ¿Qué utilidad pueden tener los paños para desempañar lo que en sí mismo está oculto? Ninguna. Por mor, la idea mal parida no alcanza a ser más que intento clarificador, un concepto nonato; nunca aporía o palabra ambigua.

En consecuencia, la palabra amor no es un término brumoso, ni polisémico. El amor en su carácter de concepto es algo definido, aunque en su modalidad de fenómeno no necesariamente se perciba. Distinguir el amor guarda la esperanza de salvación, el camino de regreso a la renovación del mundo. Por el contrario, no identificarlo, dejarlo difuminarse entre lo que no es, nos mueve hacia la extinción.

Lo que falta por seguir pensando al amor supera cualquier extensión, pero cuidemos que los pensamientos nos ayuden a volver siempre a él, no dejemos que el pensar nos aleje de su milagro; el milagro de la congregación, regeneración, recreación. Es el amor milagro que Dios donó para crear el tiempo. Por eso Jesús lo reivindica como el mandamiento primero, dado que es el mayor don purificador y renovador.

Cuesta trabajo al intelecto humano comprender la pureza del amor, aceptar que éste sea por entero bueno, que en él está la garantía de permanencia. Muchas veces –antes de hoy– negué esa razón. Fue trabajoso aceptar que la causa de la decadencia se funda en la falta de amor. Mucho transité entre explicaciones fallidas, hasta escuchar decir en los pensamientos de Empédocles: “El amor es la fuerza que reúne lo distinto”. Entonces comprendí, que el amor no se categoriza ni gradúa en Eros, Ágape y Philia, que el amor es distinto a cualquier sensación humana, que no es ni está en las cosas; pero sí las conforma y mantiene.

Al contemplar el amor en sí, supe que para habitar en la gracia de su fuerza es preciso ejercitarse en la virtud, vivir bajo la luminiscencia que exige. Otorgué entonces sentido a la idea de cultivar el arte de amar, dicha por Ovidio y por Erich Fromm. Pude advertir que el amor no se posee, uno se entrega o renuncia a él, no al amante ni al amado: al amor.

En concomitancia, vi que mucho de lo que se llama amor no lo es, tal ocurre con el amor líquido de Zygmunt Bauman o con la lascivia y el egoísmo del tiempo presente que Pascal Bruckner describe en La paradoja del amor. Ante tanta confusión, estamos obligados a recuperar la claridad antes de que la debilidad conceptual y oscurecimiento del intelecto nos aparten por completo del amor, lo cual puede abrir un callejón al reinado del odio y al resquebrajamiento final de las ruinas de nuestro mundo, amenazadas hoy por la extinción.

 

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