David Chamorro Zarco
Cronista Municipal
Mirar los noticiarios en la televisión en estos días es encontrarse con imágenes muy alarmantes de los niveles que rápidamente alcanzan las inundaciones, producto de las lluvias torrenciales, en los centros de población, primordialmente en las ciudades. No es difícil mirar escenas en donde la gente desesperada llora por la pérdida de los bienes con tanto esfuerzo pudo adquirir y que en unos cuantos minutos quedan reducidos a la ruina como consecuencia de la entrada de agua, lodo y a veces hasta de aguas negras en las viviendas; lo mismo vemos por dondequiera automóviles varados o de plano arrastrados a la deriva por las corrientes que corren en el cauce de las calles como si fueran verdaderos ríos embravecidos.
La explicación generalizada ante estos hechos es que las redes de drenaje pluvial se encuentran obstruidas por basura y que, ante la cantidad descomunal de precipitación, las aguas terminan desbordadas. Si miramos con un poco más de atención, alcanzaremos a ver con cierta facilidad otras causas mucho más profundas que explican el fenómeno, entre las que se encuentran, por ejemplo, la irresponsable construcción de viviendas, muros o cualquier otro obstáculo de índole humana que se hace en el trayecto de barrancas, canales, escurrideros o líneas de conducción natural que el agua ha ido marcando en el terreno a lo largo de cientos de años. En nuestro afán de aprovechar hasta el último centímetro cuadrado disponible para la construcción, olvidamos lo obvio: el agua tiene que correr y si obstruimos las brechas que ha marcado desde siempre, no tendrá otro remedio que buscar otras que son, naturalmente, las calles, las avenidas y los bulevares de las urbes.
Ahora bien, ante la proliferación de vehículos automotores en nuestros tiempos —se calcula que el día de hoy circulan por nuestro planeta unos mil quinientos millones de vehículos automotores de todo tipo—, el ser humano ha cambiado sus prioridades, pues antes que otra cosa, se demanda tener por dondequiera caminos pavimentados de asfalto para mejorar la circulación, velocidad y desempeño de los coches, pues la prioridad es llegar rápido a dondequiera que se va. Lamentablemente, al llenar los centros de población de calles asfaltadas, hemos contribuido sensiblemente a generar problemas cuyas consecuencias tenemos claramente a la vista, como el calentamiento global —y si no se cree, que alguien se atreva a poner un pie descalzo en el pavimento en un día caluroso—, y, desde luego, a aminorar los niveles de drenaje a filtración natural del agua de lluvia, pues la mezcla asfáltica es incapaz de pasar entre sus poros una sola gota de agua, con lo que el líquido pluvial tiene que correr irremediablemente. Si grandes ciudades con la capital de nuestro país pudieran diseñar y ejecutar una acción para que los millones de litros que cada año caen sobre el Valle de México pudieran reabastecer sus mantos freáticos, los capitalinos no padecerían el estrés hídrico, esto es, habría agua potable suficiente para todos. Lamentablemente, haciendo una paráfrasis de nuestro muy conocido refrán, podríamos decir que agua que se pudo beber, se dejó correr.
Cuando uno se pone a mirar fotografías antiguas, por ejemplo, los bellísimos ejemplares que contiene el archivo Casasola, saltan a la vista calles y caminos empedrados, que constituyeron durante mucho tiempo parte del paisaje urbano de las ciudades y los pueblos, teniendo muy buenos resultados en diferentes materias. Por ejemplo, la existencia de este tipo de construcciones viales resulta muy amigables con el drenaje o filtrado del agua pluvial, lo que evita tener grandes inundaciones como sucede en el caso de la pavimentación asfáltica. Naturalmente, la naturaleza de la piedra no concentra tanta temperatura como la mezcla asfáltica, por lo que igualmente se disminuye el calor que nos rodea y, en cierto grado, se contribuye para aminorar el problema del calentamiento global.
Nuestras ideas de modernidad no siempre son lo más adecuado para ayudarnos a vivir mejor. Por ejemplo, aspiramos a tener todas nuestras calles pavimentadas con asfalto para que los coches puedan correr a buena velocidad y, una vez que nos damos cuenta del peligro que tal condición implica, procedemos a pedir o a construir por nosotros mismos, topes prominentes que terminan lesionando en mayor medida la constitución mecánica de los vehículos.
Muchas personas tienen la idea equivocada de que una calle o un camino empedrado es una ruta tortuosa en donde vas saltando a cada instante ante lo irregular del camino y el prominente tamaño de las piedras. Nada hay tan equivocado. Por supuesto, como en cualquier construcción de vías terrestres, y como bien lo podrán respaldar los ingenieros y técnicos especializados en la materia, el secreto es la correcta y muy bien hecha compactación del suelo, incluyendo los materiales que constituyen la base o cama de la calle. Habitualmente, una mezcla de buen grosor de tepetate, grava, arena y cal, perfectamente esparcida y sobre todo muy bien compactada resiste durante mucho tiempo el paso de vehículos. Sobre ella, debidamente niveladas y colocadas por manos expertas, se van fijando las piedras previamente seleccionadas, prefiriendo como líneas o venas conductoras a aquellas piedras que tengan una cara lo más plana posible, misma que queda expuesta, o sea, por la parte de afuera. Cuando se tienen logradas estas piezas de referencia, con piedras a las que se exige menos rigurosidad de forma, se van llenando los huecos, pero siempre, procurando hacer una acción de cuña, es decir, procurando que la piedra tenga su parte más ancha en lo alto y la más delgada por debajo, con lo que, por acción de la presión y la gravedad, se hará que en lugar de botarse o zafarse, se irán incrustando más dentro del conjunto. Cuando se ha terminado la labor, suele dejarse por fuera una cierta cantidad de cal que se va integrando con el paso de los días al conjunto, a través de las juntas o uniones de las piedras.
Nuevamente señalo que este tipo de obras podrían ayudar, en primer sitio a mejorar la filtración o drenaje natural de las aguas pluviales, robusteciendo nuestros mantos freáticos, al tiempo de evitar inundaciones. Por otra parte, llamo la atención en torno de la regulación de la temperatura, pues un empedrado no acumula y retiene tanto calor como la mezcla asfáltica. También está el hecho de este tipo de vías actúa como reguladores naturales de la velocidad de los vehículos, con lo que se haría completamente innecesaria la colocación de topes que terminan dañando a los coches.
Asimismo, con este tipo de construcciones se podría ir dando un sentido de imagen identitaria a nuestras comunidades, como sucedía en siglos anteriores. Se añade que el mantenimiento necesario de este tipo de empedrados es mucho más sencillo y ostensiblemente más barato que el que se requiere para las calles o caminos asfaltados.
Desde luego, no soy un experto en la materia, pero creo que mucho podríamos aprender al retomar técnicas y materiales de construcción que utilizaron nuestros antepasados y que les dieron muy buenos resultados, pues tenemos edificaciones que tienen ya varios siglos de antigüedad y siguen de pie, desafiando el paso de los elementos. Ojalá reparemos que muchas veces, lo más sencillo es lo mejor, sobre todo si verdaderamente estamos interesados en contribuir un poco al rescate y preservación del medio ambiente en estos tiempos en donde todo parece anunciar un caos por nuestros excesos y malas prácticas.
¡Caminemos Juntos!