David Chamorro Zarco
Cronista Municipal
De acuerdo a lo que establece el artículo 22 de nuestra Constitución Política en México, en materia de imposición de sanciones a personas que presuntamente hayan cometido algún delito, están prohibidas penas como la muerte, la mutilación de alguna parte del cuerpo, la infamia, los azotes, los palos y el tormento, todo esto bajo la lógica de que se lesiona el sentido de la más elemental dignidad de la persona. Sé bien que, sobre todo en los últimos años, algunas personas han manifestado que en ciertos casos pudiera reestablecerse la primera de las penas enunciadas.
No obstante, no siempre fue tan benévolo el sistema judicial con las personas que delinquían. En los pueblos de Mesoamérica, previo a la llegada de los europeos, es conocido que los funcionarios públicos que se apoderaban indebidamente de tierras que no eran suyas, morían ahorcados; otro tanto les pasaba a quienes recibían sobornos, pues morían degollados. Para el caso de los ladrones en los mercados, dependiendo del monto de lo tomado ilícitamente, se les podía castigar de manera somera o ir hasta la lapidación, es decir, tirarles piedras hasta matarlos. El adulterio era igualmente un delito que se castigaba con la muerte.
La llegada de los españoles y la lenta conformación de la Nueva España trajeron un sistema distinto para el castigo de diversos delitos. No se puede ocultar que de Europa vino una visión especialmente sanguinaria de algunos castigos, en especial si se considera el fin de la Edad Media y la operación de la Santa Inquisición que tuvo una misión tan controvertida en la preservación de la limpieza de la fe católica. Es interesante distinguir que en la Nueva España ya se presentaban de manera generalizada penas de privación de la libertad como castigo a la comisión de delitos, esto quiere decir, la pena de cárcel. Se tiene noticia de que muchas veces se trasladaba a los reos a cumplir con la prisión en partes muy lejanas del territorio novohispano y entonces el juez decretaba que una «cordada» les condujera a su destino, esto significaba que se ataba a un grupo de presos a una cuerda a fin de que no escaparan y, debidamente escoltados, eras trasladados a pie a los confines del mismo virreinato.
Tampoco puede dejarse de mencionar que sobre todo al inicio del período virreinal y muy en especial en casos que tuvieron que ver con las guerras de conquista o el sometimiento de rebeliones, en no pocas ocasiones se practicó la pena de muerte, principalmente a través del ahorcamiento, la decapitación, los golpes con garrote y hasta la quema en la hoguera. No obstante, debido a lo sanguinario de ese trato y a la oposición que muchos religiosos hicieron de tales prácticas, se dieron por terminadas. Es importante no olvidar que la Corona Española decretó leyes de protección para que el trato con los indígenas fuera mucho más suave y benevolente respeto de las otras castas novohispanas, incluyendo a los españoles y a los criollos, por lo que igualmente no resulta del todo cierta la versión que tenemos acerca de que los indígenas o naturales durante el período del virreinato vivieron sometidos de manera permanente a actos de explotación, dominio y abuso.
El Tribunal del Santo Oficio, también conocido como La Santa Inquisición, tuvo la misión de imponer castigos a aquellas personas que practicaban alguna doctrina religiosa distinta al catolicismo, a quienes cometían herejías o Blasfemias. La verdad es que tenemos una idea muy equivocada de este tribunal, pues estamos acostumbrados a pensar que en la Nueva España quemaban a muchas personas, pero cuando si se estudia el caso con mayor detenimiento, no hubo más que algunos cuantos casos que resultaron de relevancia.
Ahora bien, otro tipo de castigos que se solían decretar en contra de determinados infractores de la ley, era los corporales. En ellos, los más destacados eran los azotes que, naturalmente tenían la manifiesta intención de servir para que la persona no volviera a cometer alguna falta, pues de lo contrario se encontraría con la prisión y desde luego con la imposición de alguna pena pecuniaria, o sea, con el pago de una multa.
Bien sabemos que de manera general se puede hablar del fin del virreinato de la Nueva España con el logro de la Independencia de México en septiembre de 1821; no obstante, durante algún tiempo, las practicas legales que se tenían arraigadas desde hacía mucho tiempo, se siguieron sosteniendo, tal es el caso de castigar con azotes a determinadas personas.
En el Archivo Municipal de Yauhquemehcan, en su sección histórica, se tienen localizados al menos un par de documentos que hablan al respecto de este tema. En primer lugar, existe un documento fechado el 16 de octubre de 1820, a través del que el merino de la comunidad de Guadalupe Calapa —el merino correspondería el día de hoy al delegado municipal, o sea, a la autoridad más inmediata de la comunidad—, un hombre llamado Agustín de la Rosa, que acudió ante el Alcalde Mayor del Ayuntamiento de Yauhquemehcan, don José Cabrera, a demandas a un vecino de nombre Mariano Lira, quien le habría maltratado de forma verbal y le había golpeado, sin que se llegue a conocer el motivo de tal comportamiento; lo interesante es que el demandante, pide a la autoridad que se sancione al agresor con una pena de seis azotes, «para escarmiento de otros», es decir, que el castigo debía hacerse de manera pública para que sirviera de ejemplo a efecto de que otras personas no cayeran en este comportamiento y tomaran a la autoridad con toda seriedad. No se agrega en el documento si se aceptó la demanda ni se impuso la sanción, pero el hecho de quedar consignando en un documento oficial lleva a pensar en que se ejecutaba con cierta regularidad y era tenido como una práctica muy común.
El segundo documento localizado al respecto es del 22 de febrero de 1826, narra que ante el pleno del Cabildo se presentó un individuo de nombre José Candelario quien se portó de manera grosera con los asistentes. Después salió, presuntamente a atender un asunto en un molino de su propiedad y regresó a la asamblea con la misma actitud altanera y grosera, por lo que la autoridad procedió a imponerle la sanción de una docena de azotes, mismos que se le dieron de manera pública al tiempo de explicarle de forma detallada el motivo del castigo impuesto. En este caso, de manera expresa, el documento dice que se procedió a darle los azotes, es decir, habla de un hecho que se consumó.
A la luz de nuestros tiempos, quizá pueda pensar alguno que se trató de algún abuso, pero es necesario comprender que este tipo de castigos y sanciones eran practicados con cierta regularidad hace apenas unos doscientos años en nuestro Municipio. Incluso, a pesar de la prohibición a las penas de difamación pública y escarnio de que habla nuestra Constitución, hasta hace pocas décadas en nuestras comunidades, cuando se detenía a un ladrón, se le hacía pasear por las calles amarrado, y su paso se iba anunciando con el teponastle, para que todos salieran a verlo y se dieran por enterados de que se trataba de un criminal.
No deja de ser interesante echar un vistazo a nuestro pasado para darnos cuenta de que las cosas no siempre han sido como las vemos hoy. Incluso, estoy seguro de que muchas personas podrán opinar que una sociedad mucho más contundente en castigar delitos, reduciría sensiblemente la comisión de estas y otras muchas faltas. Sólo queda, pues, esta estampa histórica e imaginar cómo en medio de la plaza publica y ante la reunión de los vecinos, estas personas recibían una amonestación y unos azotes para que no volvieran a actuar de esta manera y seguramente entre el público, además del morbo que naturalmente despertaba una escena así, quedaba el recato para no ser sometido nunca a tales vergüenzas.