David Chamorro Zarco
Cronista Municipal
El conceto del tiempo es una cuestión esencialmente humana. Los otros seres vivos no poseen, como nosotros, la necesidad de estar midiendo el transcurso de las horas y los días de manera ininterrumpida; las plantas y los animales simplemente reconocen diferentes signos en la naturaleza y saben que ha cambiado la estación.
Cuando los seres humanos aseguraron lo esencial para su subsistencia básica, comenzaron a mirar el cielo con mucha atención. Durante miles de años, Desde diversos puntos de la tierra, diferentes pueblos han dedicado muchas vidas de sus astrónomos y observadores a mirar el movimiento de los astros. Al final, todos han llegado a la misma conclusión: todo en el universo es movimiento cíclico y por tanto susceptible de ser medido. Naturalmente el día y la noche y su respectiva duración fue lo que primero que se sometió a una métrica, para pasar luego a las estaciones y a los años.
Naturalmente estas observaciones se hicieron mucho más precisas y metódicas en cuanto se transitó a la revolución agrícola pues cualquier campesino sabe, por poco entendido que sea, que los cultivos tienen un ciclo y que tal período está íntimamente relacionado con las estaciones del año. Los hombres y mujeres del campo, desde hace milenios, en todas las partes del mundo, han vivido con los ojos puestos en el cielo y han aprendido a leer los signos de la posición de las estrellas, del sol y de la luna y con ello han podido derivar en conclusiones valederas y de gran utilidad práctica.
De este modo, por ejemplo, nuestros antepasados conocieron gracias a la posición de sol, la hora exacta que transcurría en el día. No necesitaban como en la actualidad de relojes analógicos o digitales ni de teléfonos celulares para conocer el momento que estaban viviendo. Bastaba con subir la mirada y analizar un instante la posición que ocupada nuestro astro rey en el firmamento para poder determinar, sin errores ni titubeos, el instante exacto que transcurría; por la noche tenían la misma habilidad al levantar la mirada y ver la posición determinadas estrellas.
Naturalmente, nuestros antepasados tenían muy en consideración que, debido al movimiento de la tierra alrededor del sol, nuestra estrella no aparece todo el tiempo por el mismo lugar del horizonte y desaparecía en sitios distintos, dependiendo de la época del año de que se tratara.
Otra forma en que solía medirse la hora a través de la posición del sol era plantando un palo en posición vertical. Naturalmente los primeros rayos del sol caen sobre la Tierra de manera oblicua, lo que hace que en las primeras dos o tres horas de la mañana, las sombres que proyecta el palo sean muy alargada, pero se va acortando conforme el sol se dirige a lo más alto de su camino en el cielo, un punto al que se conoce de manera común como cenit. Teóricamente hay un momento en que, por la perpendicularidad o verticalidad con que se proyectan los rayos solares sobre nuestro planeta, las cosas no proyectan sombra y en consecuencia se asume que es el medio día, dependiendo, desde luego, de la época del año de que se trate y la latitud geográfica del planeta en que uno se encuentre, pues hay que recordar que por la forma redonda del planeta, los rayos solares no dan ni con la misma intensidad ni con el mismo ángulo en las diversas partes de la superficie terrestre.
Igualmente, aún se conversan en varios templos, diversos ejemplares de relojes solares, a los que también se conoce como relojes de misa o de horas canónicas, por marcar los momentos en que debían desarrollarse los diversos ejercicios de oración a lo largo del día. Básicamente, sobre la parte superior de un muro, expuesta durante todas las horas al paso del sol, se colocaba un marcador, que era regularmente un pedazo de piedra largo y afilado y a su alrededor se pintaban, en números romanos, las horas que correspondían al día, de suerte que la sombre proyectada por esta nariz pétrea iba señalado con el paso de la jornada la sucesión de las horas.
En el interior del exconvento francisano de Tlaxcala se conserva un instrumento de medición del tiempo de esta naturaleza con que los religiosos guiaban sus horas de oración y las dedicadas a otras actividades. Naturalmente se encuentra en funcionamiento.
Aunque es muy cierto que no hay mejor reloj que la panza, pues el hambre determina exactamente el momento en que solemos alimentarnos todos los días. Lo cierto es que el conocimiento de los husos horarios a través de la posición del sol, sin la ayuda de un reloj, ha sido de gran utilidad a las personas para conocer el momento que está transcurriendo y también para poder orientarse de mejor manera.
Ahora, con nuestra modernidad y nuestra tecnología, resulta que es de lo más extraño que las personas vuelvan su mirada al cielo. Siempre la tenemos clavada en la pantalla de la computadora, de la tableta o del teléfono celular y con muy poca frecuencia nos damos cuenta de lo que sucede a nuestro alrededor a través del movimiento de los astros. Las fases de la luna, que era otro de los conocimientos que tenían muy dominado nuestros padres, abuelos y bisabuelos, ahora nos son difíciles de reconocer, lo mismo que los sutiles fenómenos que rodean el movimiento natural de nuestro único satélite.
En lo personal, dado el constante ejercicio de la observación de los astros, incluyendo al sol, me parece que desde mucho antes de las ideas de Cristóbal Colón y luego del primer viaje de circunvalación de la tierra de Magallanes y Elcano, casi todos los pueblos del mundo sabían que la tierra era redonda y que ésta le daba vueltas al sol, y no de manera contraria. La simple demostración de los relojes solares y el cambio de proyección de las sombras dependiendo de la época del año de que se trate, llevan invariablemente a la conclusión de que en el universo todo está en movimiento, comenzando con nuestro propio planeta que se desplaza dando vueltas sobre sí mismo y al propio tiempo haciendo la traslación alrededor del sol, lo que explica la sucesión de las diferentes estaciones del año que son perfectamente cíclicas y medibles y que, a la vez, están íntimamente ligadas con nuestro calendario agrícola, al que, de manera complementaria, se ha hecho coincidir el calendario religioso, a efecto de hacer mucho más simbólico y significativo cada momento del año.
A veces pensamos que sólo nosotros, en esta era de la comunicación y la información, somos los poseedores de todos los saberes. Lo cierto es que nuestros antepasados, con sus propios métodos, desarrollaron técnicas y conocimientos que para fines prácticos les servían de manera extraordinaria. Quizá en poco tiempo a alguien se le ocurra presentar una iniciativa para proteger este tipo de saberes como parte del patrimonio cultural inmaterial en riesgo, pues verdaderamente las nuevas generaciones no están muy interesadas en asomarse al universo a través de la ventana fantástica que tenían los que nos antecedieron en el paso por la tierra.
¡Caminemos Juntos!