Nobleza e instintos del toro de lidia

  • Cap. Francisco Al-Faro

La Valentía del Toro es extraordinaria siendo sus acometidas de frente o dando la cara. Conserva hasta que muere su genio e independencia.

El Toro en el apogeo de sus facultades es el animal más gallardo y hermoso que existe. Su armónico perfil de trazos bellos y arrogantes, su pujanza y fiereza, su nobleza y valentía y la sencillez de sus instintos y costumbres hacen de este animal una fiera preciosa.

El instinto que tiene de su fuerza y poderío es el que le conduce a embestir con coraje y valor ciego al objetivo que se le ponga por delante sin temor al peligro que para él pueda existir, porque lo desconoce.

No tiene el Toro el instinto traidor y vengativo de otras fieras que, agazapadas y oculta, acometen a su presa por detrás. El Toro acomete de frente; tan grandes como su nobleza y valentía, que no duda en embestir a cualquier objeto, por enorme que sea, que le moleste o irrite.

Se diferencia de los demás animales en que hasta la muerte conserva su bravía independencia. Mientras los demás terminan por fin doblegándose bajo el látigo y obedeciendo las imperiosas órdenes del domador, el Toro cuanto mayor es el castigo impuesto lucha con más coraje, acomete con mayor violencia, desarrolla en impetuosos ataques el máximo de su acción ofensiva y, por último, se defiende con tesón entre ahogados mugidos de rabia y dolor, pero a pesar de todo, sangrante, dolorido y moribundo, continúa embistiendo bravamente hasta que sus energías se extinguen para siempre.

La nobleza y docilidad del Toro son extraordinarias. Animal corpulento, bravo y temerario, cuyo poder y valentía imponen, se conduce en incontables momentos con el hombre igual que resignado e inofensivo corderillo.

Si mucha es su bravura, mayor es la nobleza que demuestra durante el curso de su vida, alternando pacíficamente en el campo con toros animales de distinta especie, dejándose conducir apaciblemente de aquí para allá, lo mismo de una querencia a otro sitio extraño, que del propio cerrado-guiado por los cabestros a los corrales de la plaza, donde más tarde habrá de ser sacrificado.

Llega la nobleza del Toro a extremos tan inverosímiles que ponen de manifiestos sus buenos instintos con las personas que les tratan bien como, por ejemplo, dejarse acariciar, rascar, montar, etc…de igual manera, encontrándose libre ante la dilatada extensión de la dehesa sin límites que privado de su elemento, el campo, en la reducida prisión del corral, y aún en el ruedo durante la lidia, no sólo por el mayoral, al que no extraña por conocerle, sino, y esto es lo más curioso, por gentes que se acercan a él por primera vez y a las que consiente hundir los dedos en su rizosa frente, abrazarle por el robusto cuello palmotearle en los anchos y macizos lomos.

Si el toro no tuviera esta cualidad de nobleza sería muy difícil o casi imposible su lidia; contando con aquella y estudiando además los instintos del repetido animal, sus movimientos y embestidas, al hombre le resulta relativamente fácil idear y llevar a la práctica suertes y reglas para burlarle sobre las que después hubo de basarse la técnica del toreo.

El famoso escritor del siglo XIX Don José Sánchez Neira se refiere sobre la nobleza del Toro en el siguiente caso:

“Nuevamente construida la bonita Plaza de Calatayud en 1877. Dióse una corrida de novillos en que, como costumbre, se lidiaron también Toros de ganadería acreditada. Entre éstos fue allá uno del Señor Duque de Veragua que, por ser tuerto no se corrió en las funciones de Toros de inauguración de aquel circo. Llegó la hora de abrirse para él la puerta del chiquero, salió bravo y voluntarioso, tomó buen número de varas matando cinco caballos, y cuando ya le habían puesto el primer de banderillas ocurrió la escena, que algunos no pudieron salir de su asombro.

El Mayoral de dicha ganadería, llamado Martín, que había criado al Toro y que le había conducido desde la dehesa a aquella ciudad, presenciaba la función entre barreras. Cercano al lugar que en éstas ocupaba aquél pasó el Toro. Martín la llamó por su nombre. El animal conoció la voz que tantas veces le había sonado en su vida y paró su carrera. Atendió al sitio, se acercó despacio con la cabeza alta y de frente a las tablas donde apoyó el hocico, y estándose quieto y sin impacientarse nada se dejó rascar en la cara y en el cuello algunos minutos hasta que el hombre, conmovido se retiró por no presenciar el resto de la lidia durante la cual siguió el toro tan bravo y noble como había empezado”.

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