El amor, fuerza creadora

  • Por Pablo Eliseo Altamirano.

Vida y amor no pertenecen al sujeto humano, pero le permiten vivir y amar. Es la vida fuerza expresa en lo que crece, el amor fuerza expresa en lo que une. No está la vida ni el amor en los vivos, habitamos entre sus pliegues y se nos dan. Cuando al vivo le falta la vida, muere: se desintegra; cuando al amante le falta el amor, odia: se aparta.

Con apego a la razón de que las cosas se distinguen de los elementos por ser ellas complejos y no presencias simples, el amor por necesidad es anterior a la vida y a cuanta cosa existe, ya que la vida es un fenómeno complejo que requiere integrar la diversidad natural. Por mor, la complejidad precisa ineluctablemente la amalgama de componentes distintos, pues lo simple por ley no puede dividirse y por ende tampoco unirse, ya que en el momento de unirse pierde su carácter de simplicidad y se trastoca en un complejo.

Toda cosa es finita. Su finitud recae en la condición de ser compuestos, ello las mantiene ante la posibilidad constante de desintegrarse, de perder la fuerza que les da cohesión y unidad, lo cual se logra mediante el dinamismo que sostiene la interacción. Ese dinamismo es la fuerza que evita la separación, es el amor. Es él quien todo lo une y crea; venimos a la existencia y perduramos en ella por él. Sin amor toda configuración se degrada y pierde, cae victima del odio, de la debilidad que aísla y destruye, de la falta de fuerza que libera los componentes, degrada, borra, extingue.

A diferencia de las cosas, lo simple se sostiene en la pureza de ser sí mismo durante toda su existencia. Es decir, la simplicidad permanece hasta cuando el elemento insiste ensimismado, independiente, sin relación o adhesión con algún otro. Considérese que cualquier adhesión, aunque sea con sus pares o semejantes siempre se hará con un distinto y siempre que haya unidad con algún distinto se estará formando parte de un complejo, parte del amor.

Así entonces, ningún semejante es igual a otro, como ningún par es idéntico en todas sus propiedades a su similar, puesto que, si compartieran todas sus propiedades, de acuerdo con la ley de Leibniz, también conocida como identidad de los indiscernibles, estaríamos tratando al mismo objeto y no a otro parecido. En consecuencia, la simplicidad del elemento se mantiene recogido consigo mismo, en la separación que lo ampara al margen del trastorno que inevitablemente genera la unión con otros. La simplicidad es posible sólo en presencia del odio, ante la falta de amor.

De la simplicidad de los elementos debe señalarse que mientras su pureza persiste a salvo de relacionarse con otros, mantienen la continuación elemental de lo que no alcanza a ser cosa alguna, al margen de la creación. Perduran en el plano de la nada, fuera de lo que unido y combinado con los distintos puede llegar a ser algo.

Dos son las únicas formas de existir: desintegrados o integrados. La primera preserva el caos (la nada) y la segunda configura el cosmos (el mundo). El mundo comprende la integración de los diversos en un organismo dinámico y dialógico, donde cada parte sostiene entre sí relación directa o indirecta. Por el contrario, el caos o bien la nada, se caracteriza por la falta de vínculos, por el aislamiento e incluso amontonamiento de los diferentes, incapaces de reconocerse como mismidad universal, sin conexión con los distintos.

En estos dos fenómenos lo que se observa es, en el caso del mundo, la presencia de una fuerza positiva, y en caso del caos, una fuerza negativa; esta última también la podríamos llamar ausencia de fuerza. Ahí donde falta fuerza para unir hay divergencia: odio. Caso opuesto ocurre donde la fuerza que vincula subsiste, ahí hay convergencia, orden, cosas: amor.

Ahora bien, el amor no es una inclinación que se limite a unir seres vivos mediante la atracción sexual, ni a través de las pulsiones de eros descritas por Freud. Tampoco es la voluntad de vida, expuesta por Schopenhauer en la Metafísica del Amor, revelada en el instinto sexual, a través del cual los “individuos” son víctimas de la naturaleza, cuya finalidad es preservar la especie.

El amor tiene un fin mucho más alto que el de servir a las especies preservándolas; el amor lo que quiere es sostener el mundo y la vida. O, mejor aún, mantener la creación que hace posible la vida. Conservar los vínculos, la armonía en las relaciones, la integración del todo que incluye a todos; el orden y movimiento que hace posible la existencia de cualquier organismo.

El amor no es instinto sexual, ni deseo, ni búsqueda de la pareja, ni erotismo, ni siquiera reproducción como afirma el autor de El mundo como voluntad y representación. Tampoco es, como ya se dijo en la entrega anterior, sentimiento, emoción, reacción química o virtud. Aunque en todas esas formas puede expresarse.

El amor en su forma más natural es una fuerza que no se percibe, pero nos mantiene unidos al mundo en el cual somos y del cual la vida se nos da. El amor obliga comunicación, adaptación, vinculo; obliga apartarse de apartarse; cuidar la subsistencia de lo que nos deja existir.

El amor es presencia necesaria para salvarnos del caos, de la degradación, del exterminio. El odio, en cambio, es vía que conduce a la extinción. Pero, ¿cómo estar en sintonía con el amor, lejos de odio? Siendo amable. ¿Cómo se puede lograr la amabilidad? Brindando a semejantes y comunes lo que necesitan. Quien de esa forma procede, independientemente de sus sentimientos, deseos, emociones y pasiones vive en el amor: ama.

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