El poder está en el ente

 

 

  • Por Pablo Elíseo R. Altamirano

El poder se niega a quien lo niega, a quien ingenuamente cree que el poder corrompe, a los que como Byung Chul Han, llegan a imaginar que se manifiesta en el sí obediente, en el sí falto de poder para decir no. Renunciar al poder significa emprender la huida del ser, caer sin intentar alzarse, declinar antes de amanecer, dejar de ser semilla y aceptar ser grano estéril. No cultivar el poder, es no atenderse a sí mismo, abandonarse.

Es común, incluso lógico que se promuevan ideas incitando a la renuncia del poder. Y no hablo sólo del poder del Estado o de los llamados poderes facticos, sino del poder propio. Se hace creer a los sujetos que en el acto de ejercer su derecho al voto, en un “sistema democrático”, que han delegado su poder y entonces estos se vacían. No es así, lo que se hace en ese acto es otorgar poder a una figura, a un ente. Otorgan poder, pero no su poder, el poder propio se conserva en la existencia con facultades para desarrollarse. El poder delegado es un poder que el sujeto deposita en un ente externo para protegerse de sí y de los semejantes, para garantizar el despliegue del poder propio, jamás para inhabilitarlo, aunque pueda usarse para ello.

El poder que cada cual contiene en su forma es intransferible, tampoco puede tomarse o inocularse; sólo unirse, acrecentarse, menguar, destruirse, contenerse y más, pero no sustraerlo. Sin embargo, es conveniente para los egoístas, envidiosos y ambiciosos hacer creer que es posible despojar a los sujetos de su poder, para evitar que tengan la tentación de dejarlo brotar y crecer hasta lograr la plenitud. Por ello, los que temen el florecimiento de los demás, emplean como método eficaz la instauración de categorías falaces, legitimadas desde el discurso de la universidad, tal como lo dijo Lacan. La universidad hace fácil aceptar “verdades” hechas en favor de sus beneficiarios, más aún si éstas van firmadas por teóricos de renombre y respaldadas por la industria editorial que repite sistemáticamente sus premisas, tal es el caso de los dichos emitidos por Max Weber.

Existen ideas que tienen el poder de generar desesperanza y, tristemente, muchas de ellas fueron configuradas para eso. Una de esas es la idea de poder expuesta por el sociólogo alemán que asocial al poder con Estado y al Estado con violencia legítima. No obstante, a pesar de resultar absurda por ilógica, quizá esta noción sea la de mayor penetración y prestigio en el imaginario colectivo del tiempo actual.

El absurdo weberiano del supuesto “monopolio del poder” cuyo fin es administrar con legitimidad la violencia, dista sin asomo de convergencia con la tesis someramente desarrollada en la entrega anterior, donde se descubre el poder como algo abstracto, lejos de cualquier equivalencia con algún particular concreto entificable. Ahí quedó manifiesto que el poder está en cada cosa, no colocado frente a ellas o en su rededor de forma objetual.

El supuesto monopolio del poder propuesto por el autor de La Ética protestante y el espíritu del capitalismo, no es posible. Pues dicho “monopolio” es ejercido por el Estado y ocurre que el poder de cada una de las cosas existentes no propiamente emana del Estado, aunque muchas se relacionan con él. Mas no debe confundirse relación con albergue. Por lo tanto, si el poder de los sujetos no está intrínsecamente contenido en el Estado ni necesariamente lo extrae, entonces viene a ser improcedente hablar del monopolio del poder.

No obstante, el Estado es un ente con enorme poder, sus alcances son muy amplios, lo que él puede es mayor a las posibilidades de muchos otros entes. Tiene la facultad de regular, de otorgar permisos y, por ende, quitarlos en diversas facetas. Empero, a pesar de su extensión no posee el poder de aquellos a quienes permite o restringe, éste sólo posee el poder que le es propio, el suyo y nada más.

Aceptar la idea del “monopolio del poder”, incluye adoptar como verdadera la incapacidad de los sujetos que no se ocupan de la administración y suministración del poder estatal. Deja vedada la creencia de que las personas como particulares y el pueblo como pluralidad pueden intervenir en el ajuste del curso de la historia. La idea del “monopolio del poder” avasalla los intentos y hace bajar la cabeza a quien imagina poder lo que puede y lo lleva a incumplir aquello que el mismo tiene destinado, a dejar que la gracia recibida y contenida en él se asfixie en el encierro al que se condena.

“El monopolio del poder” es un sofisma que implanta desánimo, introduce en la persona singular y colectiva la sospecha de que no puede, que su poder ya fue entregado. Esta perversa categoría nubla el hecho radicado en la cuestión de que el poder de las cosas, mientras no se ejerce, permanece en espera de mostrarse. Nadie puede sorber el poder propio, si se roba no era poder propio sino llana utilización de un tercero, de algo adicional. Jamás debe pensarse que el poder se delega, seria tanto como decir que el ser se transfiere, como si el alma que sostiene la realidad presente de las cosas saliera de ellas y transmigrara a otra.

Basado en lo anterior, me pregunto ¿cómo se puede monopolizar el poder, cuando éste está en cada cual? Queda claro que nadie tiene ni puede obtener todo el poder, para eso se requeriría integrar todo lo existente en un solo ente, dirigido por una voluntad única, lo cual no es posible, pues si lo fuera integraría la totalidad ilimitada y no tendría hacia a dónde hacerse, quedaría limitado a la existencia inmóvil sin ninguna necesidad.

Hacer creer que es posible monopolizar el poder es muy conveniente para quienes difunden la idea, en detrimento de quienes la aceptan.

Para cerrar la idea de hoy, insisto en remarcar que el poder no se delega, sólo se ignora, olvida, niega o inhibe. Tampoco se sorbe, si acaso se subsume, aúna, acompaña, potencializa, deteriora, decrece, crece… Y por último el poder está en el ente, por tal cuando el poder que se tiene no basta para responder a la necesidad, se debe crear un ente con el poder requerido.

 

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