Perdonar, es perdonar lo imposible II

 

El grito de guerra “ni perdón ni olvido”, perpetua la barbarie, alimenta el ciclo de la violencia, instaura la ley del talión: “ojo por ojo, diente por diente”. Desde esta perspectiva, se incendia el bosque para apagar hogueras. Se retribuye maldad con maldad, menos con menos, más con más y finalmente sólo queda el incremento de lo mismo. No hemos aprendido a vivir, ni a atenuar los conflictos en los cuales nos encontramos inmersos. Desoímos a quienes han dicho, entre ellos Spinoza y Aristóteles, que más se atempera con menos y menos se equilibra con más. Esto es, sólo el perdón puede romper el círculo del mal.

El talión, apunta Edgar Morin, se ha introducido muy hondo en nuestras mentes, en las formas de ver, que no propiamente de entender, la justicia; el arcaico sentido de venganza y castigo aún prevalece, lo cual, tristemente, es indicativo de estancamiento civilizatorio. Un verdadero logro de la civilización consiste en detener el ciclo de la venganza, la renuncia al talión: aprender a perdonar. Apostar a la regeneración de quien ha faltado o fallado. Renunciar al perdón es aceptar la barbarie.

El perdón conduce a la reconciliación. Y el perdón, arguye Jacques Derrida, sólo ocurre cuando se perdona lo imperdonable. Pues si únicamente estamos dispuestos a perdonar lo que parece perdonable, entonces la idea misma de perdón se desvanece. El hecho que generó daño prolongado e incluso permanente, el que altera de forma negativa el presente, es lo que ha de perdonarse; no lo que produce molestia momentánea sin mayor rastro de secuelas. Para qué perdonar la molestia que por sí misma pronto se disuelve. Sólo vale la pena perdonar lo inolvidable.

Amputaciones, encadenamientos o sobrecargas por largo tiempo o por siempre, son las que hay que perdonar. Lo otro, lo que magulla sin romper, lo que se filtra sólo en el olvido, eso no requiere perdón. El olvido quita la necesidad de perdonar, mientras tanto la memoria lo exige. Perdón necesita lo que no puede ser olvidado para recordar en paz. Perdón no implica olvido. El perdón está ligado a la memoria, el olvido de lo que no debe olvidarse: al error.

¿Y por qué no simplemente olvidar cuando perdonar no se puede? Porque la memoria y el olvido no siempre se eligen, no dependen solamente de una decisión, muchas veces superan la voluntad. Ojalá memoria y olvido se redujeran sólo a lo mental, pero no es así, permanecen unidos a la facticidad de la vida, al padecimiento práctico de la falta o el exceso. Si bien la memoria no siempre se elige, tampoco debe tratar de olvidarse lo que causa daño; por el contrario, hay que mantener presentes las acciones que hacen mal, para evitar su repetición. La forma que tenemos de mantener vigilados los hechos lastimosos en la memoria y estar protegidos de su menoscabo, es a través del perdón. Es decir, perdón sí: olvido no.

Ricoeur afirma que existen algunas cosas que aunque queramos olvidarlas no podemos porque quedaron abiertas, vinculadas al semejante, incrustadas en la sucesión del tiempo, al margen de las posibilidades personales; dejaron de depender de nosotros. Nos recuerda que en amplia medida somos resultado de los aciertos y extravíos de generaciones anteriores, de sus aberraciones, pasiones y deslices; no es posible liberarnos completamente de esta cadena. Insiste en que a pesar de juzgar estas aberraciones y estimarnos emancipados de ellas, el hecho es que no puede eliminarse su influjo en la actualidad sólo con voluntad o por decisión, lo cual puede ser injusto, pero precisamente por la injusticia es que hay la necesidad del perdón. Él aparece allí donde hay una falta que no puede dejarse atrás y que paraliza la vitalidad del hombre.

Porque hay injusticia se debe perdonar y no para olvidar o borrar. El perdón no es para deshacer el daño, perdonando no se recupera lo que se perdió, arrebató o frustró. Ni el perdón ni el arrepentimiento eliminan la ofensa, no se trata de un intercambio. Mucho menos el perdón es para iniciar nuevamente la cuenta de agravios; no es para volver al principio de lo mismo. En modo similar, no se perdona para obtener retribución, para recibir recompensa o satisfacción. No se otorga porque se pida ni se pide para obtenerlo. Se pide para reconocer, aceptar y trascender la corrupción, y se otorga para aliviar y continuar sin amargura. El perdón se pide y se da para colocar nuestro ser más allá de los actos erróneos, para superar nuestras propias debilidades, para enaltecernos sobre el mal, para salvarnos de la negatividad y volver a caminar serenos, unidos y en armonía.

Porque hay injusticia necesitamos perdonar, mas no la injusticia sino a quien la cometió. Condenar se debe el hecho para salvar al hombre. Este es el camino que lleva a perdonar lo imperdonable y a detener la reproducción del mal. Sin duda, es una operación ardua que requiere reconceptualizar y redefinir la mirada, distinguir como ligado pero no igual al acto y al sujeto agente. Levinas, al respecto, pide descubrir al semejante como una persona que aunque responsable, no es reducible a sus actos, pues el culpable es siempre más que aquello en lo que se ha convertido mediante su modo corrompido de proceder, dice.

El sujeto humano es más que sus yerros, puede superar sus modos de proceder dados; corregirse, restaurarse, redimirse. Reducirnos a lo que hemos hecho es condenarnos a la imposibilidad de regenerarnos, entregarnos al vicio, quedar encerrados en el ciclo de la violencia. Es decir, de la debilidad, la cobardía: el mal. Después y antes de todo somos con los semejantes y el mundo, y necesitamos restituir la unión con ellos; mirar de frente al mal, reconocerlo y enfrentarlo con amor; manifiesto en el perdón.

Relacionados

Pin It on Pinterest